La nena tenía clase de siete de la mañana, una hora que pone a prueba la vocación académica. Eran las seis y media del 2 de noviembre pasado. Caminó de la casa de su abuela un par de cuadras hasta la carrera 11 con calle 89. Llevaba su computador bajo el brazo izquierdo. Con la mano derecha paró una buseta, mientras trataba de sacar las monedas para pagar. El vehículo se detuvo con la rudeza que caracteriza a los choferes que se ven obligados a ser unidades móviles de la guerra del centavo. La Nena subió el primer escalón y contaba el dinero para pasárselo al chofer por el hueco de un blindaje que usan ahora para evitar un atraco y dizque para no distraerse. El chofer tenía puesta toda su atención en otra buseta, la de la competencia. La Nena subía el segundo escalón y justo en ese instante el chofer hizo una cabriola hacia su derecha y frenó en seco para cerrarle el paso a su enemigo que trataba de adelantarlo. La Nena salió despedida por la puerta delantera, que continuaba abierta. Cayó de cabeza sobre el asfalto.
El chofer seguía en su guerra y arrancó; los pasajeros se amotinaron gritándole ese “tenga más cuidado” y pidiéndole atención a la víctima que había quedado inmóvil y ensangrentada en el piso. La Policía del CAI del parque de la 90 salió en su auxilio, la levantó y en ese preciso instante pasaba una ambulancia particular —como todas hoy día—. La montaron exánime, desangrándose, absolutamente inconsciente. Conocí a la Nena de niña. Delgada, ágil, de facciones finas. Bella. Volví a verla cuando ya era una adolescente, en la plaza de toros de Gachancipá, rejoneando dos novillos toros del Encenillo. Tenía garbo, montaba sus caballos como un ángel: liviana, rápida en el quite, sabia de distancias y ningún extraño ni recorte la sorprendía. Aquella tarde cortó dos orejas.
Había conseguido sus bestias con mucho trabajo y gracias a su familia y a la simpatía que despertaba en rejoneadores ya curtidos y en toreros poderosos. Alternaba sus obligaciones universitarias con el cuidado de sus animales que bañaba, cepillaba y hasta herraba con esa dedicación apasionada que despiertan los caballos en jinetes que saben sentirlos como prolongación de su propio cuerpo. Como torera, la Nena tenía un toro consentido que habían indultado en una feria de Chinácota y al que adoraba, tanto como éste a una yegua alazana que ella montaba y con los que entrenaba de tarde en tarde. Había tenido que venderlo porque, enamorado, no perseguía a la yegua; sólo la miraba. En la sala de su casa en Guasca guarda las fotos de sus tardes gloriosas, las orejas que nunca regaló y un par de colas.
Desde el 2 de noviembre la Nena está en cuidados intensivos. El doctor Jimeno, que ha estado a su lado desde ese desgraciado momento, ha diagnosticado una contundente fractura múltiple y severa del cráneo que ocasionó una conmoción cerebral. Dice que ha tratado muchos casos similares, causados por la misma guerra a que obligan a los choferes de busetas, pero que nunca ha visto un golpe tan brutal. La Nena simplemente salió disparada en la cabriola que hizo el chofer, sin haber podido cogerse de alguna baranda. Tampoco logró defenderse con sus brazos en el golpe contra el pavimento: todo el impacto lo recibió en el cráneo.
El chofer quedó libre pocas horas después, porque no le habían sido probados ni alcoholemia ni dolo. Es decir, ni estaba borracho ni actuó con intención. Lo llamarán a indagatoria en seis u ocho meses, y si es culpable, siendo un delito excarcelable, saldrá en libertad y volverá a montarse en la buseta que la empresa le asigne, para seguir compitiendo a muerte con otros choferes. No hay duda: la guerra del centavo es el origen de estas tragedias que todos los días sufren los ciudadanos de a pie. Una guerra que no es de ninguna manera por centavos, sino que les produce a los empresarios de vehículos públicos millones y millones de pesos. La gran tajada va a dar a sus cuentas bancarias, mientras mantienen a los choferes con salarios a destajo, matándose y matando pasajeros para completar un miserable sueldo. Las grandes empresas de transporte urbano —es voz pública— compran concejales, jueces, policías de tránsito sin ningún escrúpulo y las más altas autoridades lo saben y lo toleran porque los empresarios son poderosos transportadores de votos en las elecciones y, para ajustar, financian tan generosa como interesadamente las campañas electorales.
La Nena saldrá de cuidados intensivos y de la clínica. Volverá a su vida y a sus toros. También los empresarios a sus cuentas, salvo que Samuel Moreno logre poner en cintura a los mercachifles del trasporte urbano en Bogotá y los obligue a pagar salarios justos y fijos a los choferes. Es lo menos que debe hacer.
Alfredo Molano Bravo
www.elespectador.com
domingo, noviembre 18, 2007
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