jueves, octubre 02, 2008

Réquiem por un sueño


La muerte del escritor David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962-Claremont, California, 2008) todavía resuena en el ambiente literario. Y acaso seguirá resonando por un tiempo. No es para menos: Wallace ¿quien el pasado viernes 12 de septiembre se ahorcó en el estudio de su residencia en California¿ era el escritor norteamericano más importante de su generación; la avalancha de obituarios que ha inundado los diversos suplementos literarios en lengua inglesa así lo evidencia.

¿Pero quién fue David Foster Wallace? Muchas cosas casi siempre difíciles de definir. Para A. O. Scott, por ejemplo, fue "la mejor mente de su generación". Y ya que hablamos de 'mente' recordemos lo que dijo Wallace en un discurso, en 2005, en Kenyon College (y sin que viniera a cuento, claro): "Hay una vieja frase que dice que la mente es un excelente sirviente pero un terrible amo; no es en absoluto una coincidencia que tantos adultos que se pegan un tiro lo hagan siempre en la cabeza".

Así, repasemos ahora el camino de una mente a menudo prodigiosa: un debut novelístico ¿The Broom of the System, 1987, elogiado por todos¿; dos libros de relatos ¿La niña de pelo raro, 1989, Entrevistas breves con hombres repulsivos, 1999¿, donde lo 'experimental' también es un buen pretexto para hacer buena literatura, y dos libros de ensayos y/o artículos (en Wallace no hay una frontera clara entre un género y otro) magistrales titulados Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer, 1997, y Hablemos de langostas, 2005, donde el autor se interna en las comodidades (e incomodidades) de la vida en los cruceros, el buen uso del inglés o el particular sentido del humor de Kafka.

Aparte de lo anterior está La broma infinita, 1996, novela mamut de 1.079 páginas, y cuya campaña de publicidad ¿la obra fue anunciada como una mezcla, entre otras, de Tristram Shandy, Moby Dick, El hombre sin atributos o En busca del tiempo perdido¿ fue semejante a la de un futuro inquilino de la Casa Blanca. Muchos se escandalizaron con la hipérbole publicitaria. Al autor, sin embargo, no le sonó tan mal. De hecho llegaría a afirmar: "Yo tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena literatura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados". Y así fue: la novela, a pesar de las diversas tramas, del exceso de notas al pie, de ciertos pasajes teóricos dignos de un hombre de ciencia (en alguna ocasión Wallace se ganó un premio universitario con un ensayo sobre lógica nodal), se ha convertido en un objeto de culto capaz de reunir a los muchos fanáticos de la secta para desentrañar los muchos secretos de la religión del genio.

Lector de Ludwig Wittgenstein, erudito sin falsas modestias, amante del tenis y del cine de David Lynch, Wallace deja una obra que se sostiene sobre una bella desmesura emocional. "La escritura tiene que estar viva, y aunque no sé cómo explicarlo, se trata de algo muy sencillo: desde los griegos, la buena literatura te hace sentir un nudo en la boca del estómago. Lo demás no sirve para nada", dijo este autor norteamericano poco antes de emprender la retirada.

Por Luis Fernando Charry

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